PARTIDOS DE MEDIOCRES Y MENTIROSOS
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Las cifras del abstencionismo
Que el abstencionismo vaya a ser el gran protagonista de las elecciones no es una novedad y tampoco un asunto por el que debamos desgarrarnos las vestiduras, como vociferan políticos alarmistas. Si revisamos las cifras de abstención tanto en los comicios presidenciales como en los de diputados federales de los últimos 25 años, ambas muestran una clara tendencia al alza, con todo y que el comportamiento en algunos comicios parece escapar a toda lógica, lo cual bien puede deberse a la falta de instituciones electorales confiables en el país, sobre todo antes de la reforma electoral de 1996. Considérese, por ejemplo, la elección presidencial de 1982, con una abstención según las cifras oficiales de apenas 32.55%, en una coyuntura de crisis económica, con una competencia partidista incipiente y con un “candidato oficial” con escasas dotes para movilizar al electorado pero que terminó arrasando en las urnas. Pero más sorprendente aún resultan las presidenciales de 1988, quizá las que más interés han concitado entre los electores, pero que según las cifras oficiales arrojaron la abstención más alta de la que se tenga registro hasta: 54.80%. Y como estos hay muchos ejemplos más, lo cual sólo nos sugiere una cosa: debemos tomar con pinzas las cifras oficiales, al menos las existentes hasta bien entrados en los años 90, para no generar espejismos.
No obstante ello, como decíamos, la tendencia al alza del abstencionismo en elecciones federales es clara. Mientras que en las presidenciales de 1982 a 2006 tenemos un abstencionismo promedio de 39.37%, las más recientes —las de 2006—, pese al gran interés que concitaron, arrojaron un abstencionismo de dos puntos por arriba de dicho promedio. En las elecciones para diputados, por su parte, el promedio de abstencionismo para el mismo periodo es de 46.10%, cifra que se eleva a 51.55% si contemplamos sólo las elecciones federales intermedias. De acuerdo con una estimación tendencial simple es posible establecer en alrededor de 62% la abstención para las elecciones de diputados de 2009, cifra que sentaría un precedente histórico significativo para este tipo de comicios, y cuyas consecuencias analizaré más adelante.
Causas y consecuencias
En la perspectiva de un triunfo del abstencionismo en las elecciones de 2009, habría que desechar por obsoletas las interpretaciones según las cuales un creciente abstencionismo es sinónimo de incultura política y una fuerte tasa de participación sólo es posible en naciones con culturas democráticas maduras. En efecto, pese a que la democracia mexicana está apenas dando sus primeros pasos, no se puede decir que la cultura política de los mexicanos sea escasamente democrática. Por el contrario, el abstencionismo constituye una expresión de creciente apatía o malestar social hacia la política institucional, lo cual nada tiene que ver con el grado de cultura democrática existente, sino con el pésimo desempeño de las autoridades y la pobre oferta política de los partidos en contienda.
En realidad, este diagnóstico vale para casi todas las democracias del planeta, pues hoy presenciamos una crisis de la representación política: un creciente extrañamiento de las sociedades y sus representantes. En lo personal, prefiero leer el fenómeno del abstencionismo en las democracias actuales asociado a este contexto global de crisis de la política representativa, que quedarme en la superficie de nociones como “fatiga” o “saturación” electoral con las que los politólogos y los electorólogos suelen referirse al asunto, pues no sólo subestiman la magnitud de la crisis de la política institucional de fondo, sino que suponen que basta perfeccionar las campañas o la imagen de los partidos ante el electorado para revertir las tendencias a la baja de la participación electoral, cuestión que la propia realidad se ha encargado de desmentir una y otra vez. Es decir, estas lecturas terminan haciendo apología de esa bazofia que es el “marketing político”.
No puede decirse que la cultura política de los mexicanos es pobre cuando los ciudadanos marcaron la diferencia en las urnas para que terminara de manera pacífica el viejo régimen priísta y fuera sustituido por otro distinto sustentado en la libertad y la justicia. Por ello, tampoco extraña que los electores no concurran ahora a las elecciones en la misma proporción que en 2000 o 2006, o incluso antes cuando la expectativa de cambio era un ingrediente adicional en los comicios, pues la mayoría de los mexicanos nos sentimos ahora defraudados o frustrados ante una expectativa de transformación que no se ha concretado.
La percepción dominante entre los ciudadanos es que ninguno de los actores políticos, pero sobre todo el gobierno federal, los partidos y el Congreso, ha estado a la altura de las expectativas de transformación que se abrieron entonces. Otra cosa es calificar el tipo de cultura política dominante en México, o ubicarla en una escala de mayor o menor cercanía a los valores democráticos de tolerancia, pluralismo, participación, etcétera. Pero aun aquí seguramente nos llevaremos una sorpresa si se contrasta la cultura política de los ciudadanos con la de sus propios políticos. Basta de menospreciar a los ciudadanos. En México tanto el voto como el no voto son hoy en la mayoría de los casos elecciones individuales racionales y maduras.
Perfectamente valida
La elección de no votar, cuando es consciente, es también una elección legítima: tiene un significado que quiere proyectarse políticamente. Tampoco comparto las interpretaciones que consideran que el desencanto de los ciudadanos más que con los partidos o con los políticos es con la democracia, pues han descubierto que ésta no resuelve milagrosamente sus problemas inmediatos. Nuevamente se etiqueta aquí a los electores y se presume que su apatía en las urnas nace más de la ignorancia y el desconocimiento de lo que es la democracia, pues la cargan de significados que no tiene. En realidad, este supuesto candor no aplica, pues lo que la mayoría de los ciudadanos en México pretende de la democracia es que sus representantes los representen adecuadamente, quiere mejores leyes y garantías, vivir en un verdadero estado de derecho. Ni más ni menos. Pero, ¿qué consecuencias puede tener un abstencionismo creciente para el desarrollo democrático de un país, en particular para México? No hay que alarmarse. La mayoría de las democracias convive a diario con este convidado de piedra. Eso no significa que su presencia no advierta de un distanciamiento cada vez más visible de partidos y autoridades respecto de los ciudadanos, nacido de la inconformidad o la insatisfacción hacia la política institucional. Cabe precisar que en democracias consolidadas esta insatisfacción suele acompañarse de percepciones según las cuales la democracia está bien como está y participar o no en las urnas no cambia nada las cosas, o la democracia está maltrecha pero votar o no votar no modifica nada, o gane quien gane las elecciones las cosas seguirán iguales. Obviamente, se trata en todos los casos de posiciones que desalientan la participación. Las cosas en una democracia joven, no consolidada o que no ha podido sacudirse el peso del pasado autoritario, como México, son más burdas. Un ciclo de alta participación seguido de alto abstencionismo electoral sólo puede ser explicado por un hecho: la mayor o menor expectativa de cambio o de ruptura con el pasado autoritario.
Una afluencia masiva a las urnas estaría revelando una cierta confianza en la ciudadanía de que las cosas pueden cambiar, mientras que el abstencionismo indicaría lo contrario. La gente se moviliza cuando considera que es necesario hacerlo para avanzar en la democracia, y deja de hacerlo cuando ha dejado de creer en esa posibilidad. Lamentablemente, en México el abstencionismo llegó muy temprano en su vida democrática. No terminábamos de transitar a la democracia por la vía de la alternancia cuando el malestar y la frustración ya empezaban a campear. Pero como he sostenido, el alejamiento de las urnas no es una condición cultural, sino una consecuencia del pésimo desempeño de las autoridades. Es la constatación de una ciudadanía capaz de cuestionar con su silencio la pobre oferta política de los partidos o de castigar a una clase política ineficaz y timorata, o simplemente de enviar señales de malestar y desencanto a sus representantes con la esperanza de que algo cambie. En México el abstencionismo está muy lejos de ser, como en varias democracias consolidadas, expresión indirecta de complacencia con la política institucional. Al contrario, la arena electoral ha sido en los tiempos recientes el principal espacio de contestación a la política oficial, el ámbito genuino de expresión de la ciudadanía.
Oportunidad de cambio
Por todo ello, el abstencionismo creciente debe alertar sobre todo a partidos y a gobernantes en general. Para empezar, debe quedar claro a los políticos que la mercadotecnia no aplica en nuestro país, que nuestra ciudadanía es lo tan madura como para dejarse engañar por espejitos o retóricas vacías. Debe quedar claro que el único criterio válido para aspirar a contar con las preferencias de los ciudadanos son sus propias acciones, la congruencia entre promesas y decisiones. La ciudadanía está más alerta y despierta de lo que los políticos sospechan. Ya es tiempo de que partidos y gobernantes se tomen en serio el “¡No nos falles!” del 2 de julio de 2000. Una consigna más que elocuente del nuevo México que hasta ahora muy pocos políticos han alcanzado siquiera a atisbar. Concluyo con una nota optimista. Contrariamente a lo que sugiere cierta lógica, el abstencionismo creciente puede propiciar transformaciones interesantes en el sistema de partidos, y cambios positivos en las agendas y la fisonomía de los partidos en busca de permanecer como opciones electoralmente viables en futuras contiendas. Es decir, puede tener un efecto positivo: estimular y acelerar tanto la renovación política y la autocrítica que hasta ahora han desdeñado todas las fuerzas partidistas como la celebración de acuerdos interpartidistas efectivos en el seno del Congreso y en otras instancias con el objetivo de avanzar, ahora sí, en una verdadera reforma del Estado, tan necesaria para el país.
Y QUE NO VOTAN...
en Presidenciales 2006 41%
para Diputados 2000 46.10%
para Diputados 2003 51.55%
para Diputados 2009 62%
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